Zurcir la herida
Ellas siempre contaron historias. Cada noche era en sus manos, con el hilo, donde comenzaba un universo. Tejedoras de palabra y abrigo, puede que no fueran poseedoras del conocimiento que se reconocía y se celebraba, pero desde tiempos remotos son ellas, las mujeres, las que no han dejado de urdir relatos. No sabían leer, pero cantaban romances y coplas mientras cocinaban o hacían la colada.
Guardianas de saberes, enhebraban cuentos alrededor del fuego, mientras ovillo y aguja no descansaban. ¿De qué está hecha la memoria que queda fuera del alfabeto? De retales y cuidados que se encargaron de pasar de generación en generación aquello que no alcanzaba a querer cobijarse en un libro. Qué bien lo narra Irene Vallejo en El infinito en un junco: «Por eso textos y tejidos comparten tantas palabras: la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de la historia, el desenlace de la narración; devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga. Por eso los viejos mitos nos hablan de la tela de Penélope, de las túnicas de Nausícaa, de los bordados de Aracne, del hilo de Ariadna, de la hebra de la vida que hilaban las moras, del lienzo de los destinos que cosían las nortas, del tapiz mágico de Sherezade».
No solo coser y cantar, también contar, trenzar, anudar, sanar, compartir, romper el silencio. Porque las manos siempre supieron hacer aquello de lo que no era capaz la palabra. Y todavía el hilo sigue, haciendo posible urdimbre y tejido. Así dan prueba de ello las tejedoras de Pelahustán, un pueblo en la Sierra de San Vicente, en la provincia de Toledo. Después del dolor y el silencio por un trágico suceso que rompió al pueblo, las mujeres decidieron sentarse a tejer para narrar, a través de cadenetas y puntos, aquello que dolía y no podía ser aún contado.
Pero este filandón nunca se pensó para quedarse en casa. Las labores nacieron para atravesar lo íntimo de cada cuerpo y cada casa y salir a las calles, para dar color a una comunidad que enmudeció y que, fue a través del acto de juntarse a tejer de las vecinas, dónde comenzó a sanar la herida de manera colectiva. A veces la vida sucede y golpea, y hace que cambiemos nuestra manera de estar y mirar el mundo. Habrá un duelo por hacer, qué remedio, pero siempre queda una manera remendar los dolores y ausencias. Las fotografías de Ramón Verdugo son buenas sabedoras de ello y las traen al frente. Son ellas las que cuidan y zurcen la memoria, las que entrelazan verbo y ovillo, las que anudan a un pueblo de nuevo. Puntadas como palabras, como tiritas y remedios. Porque también nos habla el color y el ganchillo, y con ellos todos sus retratos: con aguja y tesón nace cada día un mundo nuevo. Quizás, lo escribió mejor la poeta Ada Salas, «el amor es como esas palabras que no encontramos en el diccionario».
María Sánchez